La manzana de Eva, ¿una condena social?
- Somos MX
- 2 may 2019
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Por Ismael Gallegos (@IsmaellGallegos)

Decía Sor Juana que el conocimiento no es institucional, tampoco sectorial, ni siquiera celestial; Frida Kahlo afirmaba que el género no es, ni fue, ni debe ser masculino o femenino, ni siquiera humano. Rosario Castellanos, a su vez, nos mostraba que la igualdad no es utopía, ni prosa ni verso, sino garantía… de una sociedad plena, desarrollada y sin ataduras que lastren las relaciones humanas.
¿En qué condiciones entonces estamos nosotros para acotar los términos y degradarlos a características meramente gramaticales como el género, socialmente aceptables como la dignidad y religiosamente extendidas como la jerarquización?
Mi intención, hoy, no es repetir un discurso ni volver a hablar sobre “cuestiones en boga” de este sexismo desgastado e infortunadamente transmitido de generación en generación; tampoco quiero abrir un debate que todos califican como pragmático, interminable o sin razón de ser, ni mucho menos mi deseo es imponer una postura social que muchos tildan de radical, irreverente y provechosa. Mi preocupación, se encamina principalmente al sendero en que la sociedad humana se dirige, se pierde y se redirecciona, pero siempre en el mismo sentido: la degradación de la mujer establecida en la religión, en la familia y en sus costumbres; degradación encontrada como consecuencia tanto en la literatura como en la música, en el cine y en la pintura.
Decía GD Anderson en palabras similares, que hablar sobre la debilidad de la mujer es sólo perpetuar el ejercicio mental hacia la concepción femenina. No se trata de ver “al sexo opuesto” -porque ni siquiera se le concede independencia conceptual-, como débil, enclenque, frágil; se trata de cambiar la manera en cómo concebimos esa fuerza que no complementa al mundo, sino que es parte del mismo.
Sabina Berman, nos encauza a una igualdad entre hombre y mujer, igualdad meramente humana, que debe ir más allá de la conquista de espacios sociales y victorias legales; si bien, son grandes pasos que hemos dado -a veces con obstáculos de por medio-, nos falta eliminar la desigualdad en los espacios cercanos, en las conversaciones cotidianas, en la manera de concebir lo recto y lo normado, en esencia, desde casa.

Y es que, desde el núcleo familiar, se nos enseña que la mujer tiene valores subjetivos, imaginarios y a veces intrascendentes. El hombre, por el contrario, valores objetivos, reales, visibles. La belleza, la paciencia, el humor y la pureza pertenecen mayoritariamente al sexo femenino. La fuerza, el liderazgo, la decisión y lo correcto lo dicta el sexo dominante, el sexo masculino, que además de todo ello, es institucionalizado y concebido en diferentes escenarios como eje principal de la sociedad: desde la entrega del conocimiento, de las reglas y del orden social por mandato divino a Moisés en el Monte Sinaí, hasta el establecimiento del varón como eje principal de sustento familiar.
El problema hoy, a eliminar, es la desigualdad de género. La divergencia entre el hombre y la mujer, el fuerte y la débil, el líder y la compañera, el héroe y la participante. Pareciera que, desde tiempos remotos, el sexo femenino ha sido sólo una herramienta que ayuda, promueve y escolta al compañero de vida que es el que piensa, dicta, ejecuta o realiza lo predestinado por el futuro correcto. Es innegable, entonces, que nos falta para llegar a una igualdad de género concebida desde casa y orquestada desde el cielo.
Es menester que dejemos atrás el tradicionalismo machista que desde casa se nos inculca como verdaderamente correcto y abramos paso a una inclusión social en donde la mujer deje de ser vista como secundaria, como débil o como objeto sexual al servicio y disposición del hombre dominante. Dejar de otorgar tareas específicas al hombre y a la mujer, cualidades innatas y roles de género, son esenciales labores que nos toca cimentar, promover y cuidar. Afortunadamente, al presente, es posible repensar lo correctamente establecido, cuestionar los roles sociales y luchar día a día por una sociedad igualitaria. La utopía alcanzable que se nos invita a generar.
Hablemos de una igualdad de género, donde se elimine la opresión, el aislamiento y la categorización de lo social fundamentado exclusivamente en cuadros biológicos, en la moral secular o en las letras divinas. En consecuencia, actuemos de acuerdo a la concepción racional y real de la igualdad humana, donde seamos todos en uno.
Pareciera que aún en estos tiempos y en nuestro idioma, Dios y la desigualdad tienen género, y ambos no son neutros.
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